La toma de Zacatecas. Golpe definitivo al ejército del usurpador
Por Carlos Betancourt Cid
Investigador del INEHRM
El día 22 de junio de 1914, siendo la una de la tarde, un convoy más completó la larga fila de ferrocarriles que arribaban a la estación Calera, distante 25 kilómetros del centro de Zacatecas. En él viajaba, para apostarse a la vanguardia de la imponente División del Norte, eje fundamental del Ejército Constitucionalista, Francisco Villa, comandante al mando de ese nutrido contingente guerrero, que venía siguiendo una línea de triunfos sobre el ejército federal que sostenía al régimen del usurpador Victoriano Huerta. Con su llegada a ese punto, se daba cumplimiento a un estratégico plan que se inició días antes con el propósito de obtener con rapidez la caída de la plaza zacatecana, lo que significaría propinar un golpe directo y contundente contra las partidas rivales. La maquinaria de guerra villista se afinaba para cumplir su cometido.
Sin embargo, esta acción contaba con el precedente de una serie de desavenencias que puso en peligro la exitosa campaña y evidenció la ruptura por venir en el escenario revolucionario entre el liderazgo político de Venustiano Carranza y la jerarquía obtenida en los campos de batalla por quien como civil se llamó José Doroteo Arango.
El anterior día 12, el nombrado Primer Jefe por los designios del Plan de Guadalupe, instalado en la ciudad de Saltillo, mandó que de entre las huestes al mando del Centauro del Norte, se enviaran de tres a cinco mil hombres para apoyar a Pánfilo Natera y a Domingo Arrieta, quienes tenían ordenado ocupar, a como diera lugar, la capital de Zacatecas. Villa asumió una postura contraria y retrasó el cumplimiento de la disposición pues, según su juicio, remitir un número tan reducido de soldados resultaría en una dolorosa derrota, que solamente exaltaría los ánimos de los federales en detrimento de los de sus subordinados. La negativa expresada, que no evidenció alguna falta de respeto a la investidura de Carranza, pero que fue tomada por él como un abierto acto de insubordinación, además de la propuesta de Villa para arremeter con toda la fuerza bajo sus órdenes, generó una desavenencia insalvable entre estos notables protagonistas del movimiento reivindicador, que tuvo como efecto inmediato la presentación de la renuncia del líder de la División de Norte en aras de dejar libre el camino al Primer Jefe para la realización de sus aspiraciones. Con lo que no contaba el valeroso comandante oriundo de Durango —y tampoco don Venustiano—, era que los oficiales subordinados bajo la tutela de la División del Norte no permitirían que esto sucediera. Se alinearon a la diestra de su jefe, desacatando la aceptación de la dimisión y proponiendo, sin cortapisas ni dudas, la permanencia de Villa al frente del ejército revolucionario que pronto estaba por figurar en uno de los momentos más gloriosos en la historia militar de todos los tiempos.
No obstante estas circunstancias, la determinación por darle la puntilla al régimen que se había encumbrado a la sombra de los asesinatos de Francisco Ignacio Madero, José María Pino Suárez, Serapio Rendón, Belisario Domínguez y varios más no podía contenerse y, teniendo a su lado la experiencia de hombres como Felipe Ángeles y Tomás Urbina, los procedimientos para ocupar la plaza circunscrita por los soberbios cerros del Grillo y de la Bufa tomaron forma y se pusieron en marcha. Los generales que apoyaron a Villa comprendían que el triunfo de su causa era una prioridad ante las decisiones personales de quien después sería Encargado del Poder Ejecutivo.
El plan de acción era el siguiente: desde el día 16 de ese mes de junio, Urbina se dirigiría hacia las goteras de la ciudad para colocar a sus leales en posición bien guarnecida y esperar en los días próximos la llegada de la artillería, que era comandada por Ángeles. En las jornadas subsecuentes, conforme se acercara el 21 ó 22, se incorporarían las demás brigadas, con el propósito de emplazar frente el enemigo un contingente castrense que superara los 22000 hombres, apoyados por casi 50 cañones. El método de ataque conjunto de esta impresionante potencia bélica se ejecutaría a partir del día 23, tal y como aconteció.
El cálculo en torno a las milicias huertistas, bajo las órdenes del general Luis Medina Barrón, era que sumaban 12000 efectivos, apoyados en 13 piezas de artillería. Se sabía también que desde el sur, en auxilio de los federales, se dirigía una partida de 1000 soldados más, junto a un número igual de seguidores de Pascual Orozco quien, a marchas forzadas, peleaba ahora al lado de su antiguo enemigo de 1912 y contra los revolucionarios. El escenario estaba dispuesto y la oportunidad que se presentaba a los defensores de la legalidad no podía desaprovecharse.
Las escaramuzas iniciaron el día 19, a la llegada de la artillería. El general Ángeles, acompañado de Manuel Chao, decidió inspeccionar el terreno para seleccionar el acomodo idóneo de sus cañones. Muy pronto encontró la resistencia del rival, que no imaginaba todavía lo que enfrentaría en los días posteriores. El clima no era favorable, pues abundantes chubascos hacían muy complicadas las acciones beligerantes entre ambos contendientes. Los caminos, pletóricos de lodo, dificultaban la conducción de los carromatos con los obuses, más cuando se emprendía este duro trabajo bajo el asedio del fuego enemigo, que desde lo alto de las cumbres no disminuía el tiroteo sobre sus sitiadores. Pero eso no arredraba la actitud de las tropas divisionarias norteñas, que estaban resueltas a conquistar una categórica victoria.
Para el día 20, el adiestrado militar Felipe Ángeles, quien entonces fungía como subsecretario de guerra en el gabinete constitucionalista, responsabilidad de la que fue despojado solamente dos días después de la batalla en Zacatecas, comenzó a dar disposiciones para desplegar sus piezas. Entonces tuvo un intercambio de impresiones con Pánfilo Natera y prosiguió con el emplazamiento de la artillería, todo bajo nutridos ataques desde trincheras cavadas por los federales alrededor de la plaza, pero que no lograron que los valerosos soldados del pueblo desistieran de su misión. El círculo, irremisiblemente, se iba cerrando.
Al día siguiente, la estrategia de acomodo de las tropas que salvaguardaban la legalidad de la Constitución de 1857 era incontenible. Ángeles aprovechó para establecer las instalaciones hospitalarias que se requerirían al momento del asalto final. Al mismo tiempo, situaba sus piezas de forma subrepticia, ocultándolas estratégicamente a los ojos de los huertistas, con la mira apuntando hacia sus posiciones en las alturas. La lluvia caía sin piedad sobre los soldados, quienes no contaban con cobijas para resguardarse, pero en cambio exteriorizaban en su accionar la valentía engrandecida para impedir que estos inconvenientes climáticos los desconsolaran.
Para cuando Villa arribó al campo de batalla, sus fuerzas se encontraban prevenidas y alertas para emprender el ataque. En su pujanza estaba la seguridad de la victoria, ya que los preparativos que Urbina y Ángeles efectuaron con antelación eran implacables. La División del Norte, que además contaba entre sus mandos con Raúl Madero, Eugenio Aguirre Benavides, Maclovio Herrera, José y Trinidad Rodríguez, Rosalío Hernández, Mateo Almanza, Martiniano Servín, Pánfilo Natera, Domingo Arrieta, entre otros, rodeaba ya el contorno de la ciudad, en la que los federales apostaron, a la altura de los cerros que la circundan, todas sus municiones, orientadas hacia los atacantes.
Por la noche, únicamente la luz del faro de la ciudad les funcionaba para intentar seguir los pasos de los revolucionarios, que como Ángeles detalla en el diario que redactó sobre la batalla, alistaban sus posiciones en “[…] una procesión silenciosa, una procesión de fantasmas, alejándose del enemigo que dormía sueños de pesadilla, allá alrededor de aquel faro, que no era sino un símbolo de miedo; que no servía para otra cosa sino para hacer creer que servía de algo”. Con la confianza en que la jornada del día posterior sería inolvidable, tras una alegre cena, los revolucionarios se retiraron a dormir. Solamente la lluvia torrencial los distrajo del descanso.
Alrededor de las 10 de la mañana del día 23, a la orden de Francisco Villa, se desató el ataque por todos los frentes en forma conjunta. Las arremetidas de la artillería eran conducidas magistralmente por Ángeles, quien movilizaba sus piezas de forma sorprendente, dirigiendo las descargas de fuego delante de sus contingentes de infantería, ocasionando graves bajas en el enemigo y abriendo al mismo tiempo el camino de los revolucionarios hacia los emplazamientos federales. Muy pronto el avance se hizo incontenible, a pesar de sufrir lamentables bajas entre los revolucionarios.
Apenas pasados 25 minutos, una vez tomado el cerro de Loreto como primera fase del plan, Trinidad Rodríguez recibió un balazo mortal. Pero la muerte del líder, más que provocar abatimiento y aflicción, despertó la fiereza con la que atacaron sus hombres a la desbandada de los federales, quienes huían aterrados hacia las prominencias del Grillo y la Bufa, que resguardaban a los oficiales del gobierno espurio con todos sus bastimentos.
Hacia el mediodía la bandera constitucionalista ondeaba dominadora en el monte de la Sierpe, donde las fuerzas de Servín habían sostenido una perseverante lucha, que en algún momento parecía perdida, pero que con la agilidad de mando que desplegaron Villa y Ángeles, se convirtió en victoria. Así se iba estrechando el campo de acción del bando opuesto, que solamente podía recurrir a ocultarse en la altura de los cerros zacatecanos y, desde ahí, con poca certeza, dirigir sus débiles arremetidas.
En el momento más álgido del combate, cuando Villa y Ángeles observaban cómo sus tropas sufrían por alcanzar las laderas del cerro del Grillo, una explosión a sus espaldas colmó el ambiente a su alrededor de humo y fuego. En primera instancia se pensó que un proyectil contrario había sido encauzado hacia esta posición. Una vez que se dispersó el panorama, la macabra escena de un artillero sin brazos y sin cabeza, junto a otros cadáveres irreconocibles, confirmó que una bomba le había explotado en las manos antes de colocarla en el cañón. El episodio provocó que la congoja comenzara a extenderse entre los revolucionarios ahí presentes. Pero la personalidad de Villa, quien no evidenció ningún temor y aprensión ante la circunstancia, pero sí un dolor inmenso por ver morir a sus muchachos por sus propias armas y no por las del rival, transmitió aliento y arrojo a sus seguidores, quienes, después del desconcierto, se abocaron a continuar la pelea. En el tenor de este episodio, Ángeles pronunció la siguiente arenga: “No ha pasado nada, hay que continuar sin descanso; algunos se tienen que morir y para que no nos muramos nosotros es necesario matar al enemigo. ¡Fuego sin interrupción!”. La orden fue acatada sin dilación alguna.
Conforme el día avanzaba, las tropas de la División del Norte se robustecían y los enemigos perdían poco a poco sus posiciones. Alrededor de las cinco y media de la tarde, despavoridos y amilanados ante las acometidas constitucionalistas, sin ninguna posibilidad de obtener el triunfo, cerca de ocho mil soldados federales buscaron frenéticos una vía libre para emprender la huida. Empero, en ese momento no se cumplió la premisa que reza: “a enemigo que huye, puente de plata”; bajo el fuego revolucionario terminaron su existencia. Una hora después, se presentó, literalmente, la calma al término de la tormenta. El saldo era favorable para los divisionarios del norte. La victoria se había consumado. El clima lluvioso desapareció y en el horizonte se vislumbró la puesta del sol, que con sus últimos destellos alumbró al soldado del pueblo como el ejecutor de sus designios.
Hoy, al rememorar aquella gesta en este centenario de la Revolución, su trascendencia todavía nos seduce. La toma de Zacatecas significó la apertura del camino de los revolucionarios hacia el centro del país. Como se sabe, no fueron las tropas de la División del Norte, sino las del Ejército del Noroeste, al mando de Álvaro Obregón, las que arribaron a la capital en primera instancia. Un mar de intrigas y el desafecto de Carranza hacia el liderazgo de Villa, partieron en dos las ansias revolucionarias. Los posteriores desencuentros entre estos protagonistas de la historia mexicana repercutieron en un doloroso alumbramiento, en el que germinaron, enfrentados, varios proyectos de nación que a pesar de perseguir causas muy similares, se vaciaron en los derroteros del personalismo.
A pesar de la contundente hazaña bélica acaecida en Zacatecas, la guerra aún no llegaba a su fin. Torrentes de sangre hermanada por una misma nacionalidad iban a empapar aún más los territorios de la patria. No se podía ser optimista, el fin de la disputa no estaba cerca.
Martes 11 de junio de 2019 11:23:39
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