José Vasconcelos y el Ateneo
Carlos Betancourt Cid
INEHRM
En 1909 José Vasconcelos rondaba los 26 años. Ya era todo un abogado que ejercía su profesión con éxito prometedor, además de darse tiempo para actuar en favor de sus predilecciones políticas. Había trabajado cerca de Francisco I. Madero en la edición de
Se pensaría que con tan incesante dinamismo, sus intereses por el desarrollo intelectual no serían prioridad entre su accionar. Nada más inexacto. Dedicaba varias horas del día —y de la noche— a cultivar el conocimiento, interesándose en materias de gran profundidad. No solamente el derecho, que por lógica sería la disciplina que más le llamaría la atención, era parte de sus desvelos por el saber. La filosofía, con inclinaciones hacia la producida en el mundo oriental, formó parte esencial de sus afanes eruditos, que no se detuvieron en la simple contemplación. Como hombre acostumbrado a operar, contribuyó con certeza en la formación de la asociación que ha trascendido en el panorama de la historia cultural mexicana como el cimiento de lo hecho durante el siglo XX: el afamado Ateneo de la Juventud, después transfigurado, hacia 1912, en Ateneo de México.
En cuanto a la designación de la institución civil, referirla a la diosa griega de la sabiduría sonó pasable para Vasconcelos, quien con la crítica en la punta de la lengua, no dejó de atacar lo de “la Juventud”, calificativo que dijo no complacerle, sobre todo porque él se consideró “siempre más allá de sus años”.
Socio numerario desde los inicios, se cuenta entre los fundadores de ese espacio que fomentó el intercambio de ideas. De sobra conocida es la trayectoria del Ateneo. Entre sus antecedentes destacan la publicación de la revista Savia Moderna, que se instituyó como la vanguardia de una generación que quería cimbrar desde sus fundamentos el sistema en el que habían sido educados, además de la llamada Sociedad de Conferencias, impulsada por Antonio Caso, que pretendía llevar el conocimiento más allá de las instancias oficiales. Ambos esfuerzos encontraron su consolidación cuando se oficializó la formación de la asociación, el 28 de octubre de 1909.
En el proyecto de estatutos que presentó la Comisión nombrada para redactarlos, se delimita claramente el objeto que pretendían conseguir: “[…] trabajar en pro de la cultura intelectual y artística”, para lo cual, previa consulta y aprobación por mayoría de votos de los socios de número, celebrarían reuniones de carácter público, en las cuales se daría lectura a trabajos literarios, científicos y filosóficos. Los socios escogerían temas que servirían para organizar discusiones, igualmente abiertas a la gente en general. También se editaría una revista, designio que jamás se verificó.
Para convertirse en socio numerario se requería presentar un trabajo por escrito, que habría de someterse al juicio de una Comisión Revisora. Por desgracia, no se sabe si Vasconcelos cumplió con este requisito, aunque sí subsisten testimonios de su labor como ateneísta. A continuación, algunos ejemplos.
En el marco de las conmemoraciones que organizó el gobierno de Porfirio Díaz durante 1910 para recordar el centenario del inicio de la gesta independentista, el Ateneo dispuso realizar una serie de conferencias que se llevó a cabo en el Salón de Actos de la Escuela Nacional de Jurisprudencia. La que clausuró el ciclo, el 12 de septiembre, le correspondió a José Vasconcelos. Tituló a su ponencia, con un matiz dialéctico, “Don Gabino Barreda y las ideas contemporáneas”. En ella se explayó de forma mesurada, pero sin dejar de hacer observaciones que para esas épocas debieron ser sumamente polémicas, pero que denotaban el ambiente que pervivía entre aquellos inquietos hombres de ideas. Sin menospreciar el esfuerzo de quien fuera alumno directo de Augusto Comte, agradeció la calidad “demostrativa y sincera” que había infundido en el sistema educativo mexicano, bajo el cual él mismo había sido formado, lo que consideraba como una aportación sumamente valiosa. En consonancia con el rumbo implantado desde tiempos de Benito Juárez, los estudiantes habían podido evitar caer en viejos conceptos, pues mediante el método positivista, la idea de progreso permitía vislumbrar un promisorio porvenir, regido, sin embargo, por un ensimismamiento cientificista que era necesario erradicar.
Insatisfecho por lo que le había ofrecido la educación comtiana, afirmó en esa oportunidad, que su generación asumía el derecho para renegar de lo aprendido en la escuela oficial, pues la limitante que significaba seguir por fuerza el método científico para conocer lo que nos rodea, no les permitió aventurarse en otros horizontes. No era ahí, donde la moral positivista era impartida, el mejor lugar para cultivar lo más alto del espíritu. Se hacía indispensable que la iniciativa germinara de la propia juventud, que no debía contener sus aspiraciones. En forma exclamativa transmitió su mensaje “¡El mundo que una filosofía bien intencionada, pero estrecha, quiso cerrar, está abierto, pensadores!”.
Sin embargo, los avatares de la vida, incrementados por el torbellino de la revolución, lo arrastraron al exilio forzado. Mas la lejanía no le impedía seguir pensando en su grupo de amigos. Fue el 26 de julio de 1916, en la Universidad de San Marcos, en Lima, Perú, cuando leyó su conferencia bautizada “El movimiento intelectual contemporáneo de México”. Entonces, ante un público ávido de noticias sobre lo que acontecía en su tierra natal, rememoró los antecedentes y primeros años del Ateneo. Cual si fuera un Ulises moderno, hizo cuenta de su propia odisea, mencionando de paso a aquellos a quienes consideraba sus “héroes”, pero que eran realmente sus acompañantes en la trayectoria del renacer espiritual mexicano. Alfonso Reyes, “apto y enérgico en todo noble ejercicio del alma”, inauguraba la lista. Lo seguía el “constructor de rumbos mentales y libertador de los espíritus”, Antonio Caso. El dominicano Pedro Henríquez Ureña, reclamado por los mexicanos como propio, a pesar de “seguir fiel a su minúsculo y querido Santo Domingo”, había dejado en tierras aztecas “discípulos y amigos, también enemigos, y la durable huella de su alma pura de santo escéptico”. Martín Luis Guzmán se perfilaba como “un espíritu claro y vigoroso que pronto habrá de definirse con inconfundible relieve”. En fin, una pléyade multifacética, que compartía en su seno la cualidad esencial requerida para formar parte del grupo: la seriedad.
Pero entre todos los mencionados, a pesar de no formar parte de la agrupación cultural, se imponía el recuerdo de la figura de Justo Sierra Méndez. Él había sido el principal apoyo de esos jóvenes impacientes. Vasconcelos lo consideraba el ejemplo diáfano del maestro, que no se cerraba ante los dogmas de un sistema y que comprendía cabalmente que todo en este mundo es inestable, principalmente los parámetros de interpretación frente a la realidad.
Como se sabe, al paso de los años, José Vasconcelos Calderón fue presa de la amargura. Las experiencias de la vida, tanto en el ámbito político como en el sentimental, lo convirtieron en un provocador profesional. Con la fuerza de sus palabras generaba polémica y desencuentros. En 1946, en un artículo periodístico que llamó “El secreto del Ateneo” expresó sus conclusiones con respecto a la asociación que en 1912 le tocó presidir. En primer lugar, evidenciaba la heterogeneidad de tendencias que se irradiaba entre los elementos ateneístas. Para comprobarlo, solamente hay que revisar la diversidad que se congregó en las Conferencias del Centenario —mencionadas arriba—, y que constituyeron el único producto publicado de la asociación. Sin embargo, es precisamente en esas diferencias donde radicó el éxito de la empresa cultural, cito: “[…] cada uno a su manera, colaboró para transformar el ambiente espiritual de la época; cada uno provocó inquietudes, provocó actividades de carácter social, en una palabra, dejó huella en su ambiente”. Simbiosis de lo colectivo con lo personal.
Para don José, el secreto del éxito del Ateneo radicaba en la ventaja de haber participado en lecturas de grupo, como las que efectuó con sus amigos allá por los albores del siglo recién terminado, pero afianzadas por una buena selección de textos. Ese método le pareció infalible, pues a través de las interpretaciones individuales de los clásicos, se desentrañaban situaciones que a veces una sola persona no podía percibir. Tomar esas disquisiciones con seriedad era el requisito mayor. Por eso, en sintonía con el sentir vasconceliano, que fue también el de los otros ateneístas, finalizo este expediente retomando sus palabras, que aparte de enseñanza, son consejo y advertencia, que no merece la pena echar en saco roto: “Quien tome la lectura como pasatiempo, es decir manera de matar el tiempo, que es también matar en parte el alma, que se dedique a la novela policiaca”.
Lunes 20 de junio de 2022 14:45:03
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