La villa de Zitácuaro en llamas por órdenes de Calleja


Miguel Ángel Fernández Delgado
INEHRM

 

Al momento de ser capturado, dentro de la causa que se le formó en febrero de 1818, Ignacio López Rayón debió responder al fiscal el siguiente cuestionamiento: “¿Qué miras llevaba en que la Junta de Zitácuaro se instalase en representación de nuestro conocido monarca siendo así que Su Majestad tenía constituido su legítimo gobierno en la persona del excelentísimo señor virrey de México, y demás tribunales y autoridades que en aquel entonces regían?”. En su respuesta resumió, sin dubitaciones, los motivos que lo habían impulsado a fundar la primera institución del movimiento insurgente: “Seguir el ejemplo de la España, que sin embargo de todas las autoridades constituidas cada provincia erigió su Junta Gubernativa por ausencia del soberano”

   La Suprema Junta Nacional Americana o Junta de Zitácuaro, así llamada por la villa michoacana en la que fue erigida, nació el 19 de agosto de 1811. Sus funciones principales, siguiendo hasta cierto límite la estructura de la Junta Suprema Central Gubernativa creada en 1808 en la Península, sería gobernar, administrar justicia y constituirse como una especie de secretaría de guerra mientras se definía el destino del monarca español. Al mando de ella se eligieron cuatro vocales: López Rayón —que además fungiría como presidente—, José María Liceaga, José Sixto Verduzco y José María Morelos.

   Tan convencidos estaban los creadores de la Junta de defender en forma legítima los mejores intereses de la corona, que al regresar del norte del país para proseguir la lucha armada, por órdenes de Hidalgo y Allende —que se dirigían al norte en busca de armas y nuevas tropas, sin saber que marchaban en un viaje sin retorno—, desde Zacatecas, en abril de 1811, Rayón escribió al brigadier Félix María Calleja, que había salido de San Luis Potosí para combatir la rebelión desde el 25 de octubre del año anterior, para decirle: “La religiosa América intenta erigir un Congreso o Junta Nacional bajo cuyos auspicios… permanezcan ilesos los derechos del muy amado señor don Fernando VII”.

   ¿Por qué le escribió algo así a Calleja, recordado como el temible enemigo de los insurgentes a quienes ya había derrotado en las batallas de Puente de Calderón y Aculco? En su libro de 1828, Campañas del General Félix María Calleja, Carlos María de Bustamante aseguró que el futuro virrey de la Nueva España “estaba convencido de la justicia y necesidad de la independencia”. Además de esto, el propio Miguel Hidalgo había intentado atraerlo a la causa insurgente desde comienzos de octubre de 1810.

   ¿Quién era en realidad Calleja? No basta recordar que era un militar español comisionado para sofocar la insurgencia. Las circunstancias de su vida y el desprecio con que el virrey Francisco Javier Venegas lo había tratado al estallar la guerra insurgente podrían llevar a creer que simpatizaría con la rebelión, sobre todo en el momento en el que apenas se le concebía como un levantamiento o especie de guerra civil favorable al monarca secuestrado por las tropas francesas invasoras.

   Félix María Calleja del Rey nació en Medina del Campo, Valladolid, España, en 1753. Ingresó en el ejército real a los veinte años con la plaza de cadete en el regimiento de Saboya. Participó en el fracasado desembarco en Argel y luego en el sitio de Gibraltar a las órdenes del marqués de Branciforte y del segundo conde de Revillagigedo, futuros virreyes de la Nueva España. Con este último, como parte de su séquito y ya con el grado de capitán, pasó a nuestras tierras en 1789. Durante sus primeros años en ultramar fue capitán jefe de instrucción en el regimiento de Puebla, inspector de las milicias de Nueva Galicia y comandante del cuerpo de dragones de Colotlán, Nayarit. Fue ascendido a teniente coronel en 1792, pero las comisiones que le asignaron le parecieron ajenas a sus aspiraciones: inspector de los puertos de Tampico y Pánuco, comandante de la primera división de milicias de la Nueva España e inspector de las compañías veteranas del Nuevo Santander y de Nuevo León. Después de varias solicitudes, fue nombrado coronel graduado de infantería por real despacho y luego comandante de la décima brigada de milicias, con sede en San Luis Potosí, donde conoció a su futura esposa, Francisca de la Gándara y Cardona, hija de una rica familia de terratenientes, con la que contrajo matrimonio en 1807. En esta etapa conoció también a Miguel Hidalgo, años antes de que éste se diera a conocer como conspirador o líder insurgente. Durante los años críticos de 1808, a Calleja se le designó comandante militar de la capital mexicana y, luego de otras tantas solicitudes de promoción, en abril de 1810, alcanzó el grado de brigadier.

   A partir de su llegada a la Nueva España, Calleja sufrió en carne propia el desprecio que se atribuía al servicio en las fuerzas armadas fuera de la Península, pues premios y ascensos tardaban más en llegar en una monarquía que, en el siglo XVIII, se caracterizó, además, por las promociones a militares en cargos antes concedidos a la nobleza. A la llegada del virrey Venegas, el 14 de septiembre de 1810, apenas se le designó comandante “interino” de las tropas que combatirían la rebelión, porque Venegas nombró en su lugar al brigadier José de la Cruz, de sólo 25 años, que ya podía presumir haber combatido a las tropas napoleónicas. No obstante, De la Cruz prefirió no dar nuevos motivos para avivar los celos de Calleja y le ofreció combinar sus fuerzas para recuperar Guadalajara cediéndole el mando.

   Pero sus más de veinte años de residencia en la Nueva España, que muy bien conocía por haberla recorrido hasta sus más lejanas fronteras en el norte para asfixiar los continuos ataques de pieles rojas, y una década de vida en San Luis Potosí, donde casó con una joven, adinerada y no menos hermosa criolla, convirtiéndose en terrateniente, no podían tomarse por descontados.

   Sin embargo, al momento de recibir la carta de Rayón, Calleja no dudó en calificar su idea de la “más impolítica, bárbara y absurda en sus fines, y la más cruel y destructora en sus medios”. Por otro lado, consideraba increíble que se le invitara a secundarla, degradándolo “hasta el punto de tratar con las reliquias de la facción, cuyos primeros cabecillas ya estaban en nuestras manos”. Lo invitó entonces a rendirse y entregar la ciudad de Zacatecas o atenerse a las consecuencias.

   Rayón y sus hombres abandonaron la capital zacatecana ante el avance de Calleja, que ordenó su captura, y continuaron hacia su natal Tlalpujahua, donde el caudillo pensó encontrar más voluntarios y recursos. En el trayecto tuvieron enfrentamientos en los que compartieron victorias y derrotas, hasta que el caudillo optó por establecerse en la villa de Zitácuaro, que fortificó y convirtió primero en un exitoso centro de operaciones militares y luego en sede de la Suprema Junta Nacional Americana.

   Sus logros, sumados a las famosas campañas de Morelos y a los triunfos de otros guerrilleros, dieron a la insurgencia ánimos suficientes para emprender tareas de mayor brío. Junto con el grupo de informantes conocido como los Guadalupes, planearon secuestrar al virrey Venegas por la tarde del 3 de agosto de 1811 en el paseo de la Viga. Una vez capturado, lo trasladarían hasta Zitácuaro, donde sería obligado a renunciar a su cargo para permitir que Rayón diera el siguiente paso del proyecto juntista. Era la segunda ocasión en que intentarían realizar algo similar, pues tres meses antes, a finales de abril, un grupo encabezado por Mariana Rodríguez del Toro de Lazarín había fracasado en la misma empresa. El plan de Rayón y los Guadalupes fue arruinado también por un traidor.

   La Suprema Junta continuó entonces su proyecto de gobierno insurgente en Zitácuaro. Las autoridades virreinales optaron por persuadir a los rebeldes antes de recurrir a la fuerza. Los primeros días de octubre de 1811, se presentó el cura Antonio Palafox y Hacha, enviado por el obispo de Puebla, Manuel Ignacio González del Campillo. Quería conversar con Rayón para hacerle ver el daño que dos gobiernos dentro del mismo territorio podían ocasionar a la Nueva España. El líder rebelde recibió al delegado, pero no estuvo de acuerdo en desistir de sus planes, como expuso al responder por escrito:

… no se remedia el trastorno y fermento de la nación, si no es adoptado el sistema de gobierno que se pretende establecer. Este se reduce en lo esencial a que el europeo, separándose del gobierno que ha poseído por tantos años, lo resigne en manos de un Congreso o Junta Nacional, que deberá componerse de representantes de las provincias. Que este Congreso, independiente de España, cuide de la defensa del reino, conservación de nuestra religión santa, en todo su ser; observancia de las leyes justas; establecimiento de las convenientes, y tutela de los derechos correspondientes a nuestro reconocido monarca el señor don Fernando VII.

 

 

 

 

 

El virrey se exasperó ante semejante respuesta y ordenó cortar de tajo la raíz del mal, pues los rebeldes no sólo desafiaban a las autoridades establecidas, sino que habían perjudicado seriamente el tráfico comercial de la zona. Ordenó entonces apresurar la fundición de cañones y proyectiles costeados por el Colegio de Minería.

Por su parte, el brigadier Calleja, antes de atacar a los insurgentes, dio a conocer un bando, fechado el 28 de septiembre, en Guanajuato, en el que reprobaba del mismo modo el plan presidido por Rayón, aclarando que la Nueva España sólo acataría los mandatos de la Junta creada en la metrópoli española:

este reino no tiene ni reconoce otra Junta que el Supremo Congreso Nacional reunido en Cortes, donde se hallan los diputados de sus provincias, ni otra autoridad que la que dimana[da] del mismo congreso soberano está depositada en el excelentísimo señor virrey de estos reinos don Francisco Javier Venegas.

 

 

 

Por otro lado, ofreció una recompensa de diez mil pesos a quien entregara a cada uno de los vocales “que se decían miembros de la ridícula Junta nacional, que crearon por sí solos a nombre de nuestro adorado monarca el Sr. D. Fernando 7º”.

A la cabeza de su ejército, partió de Guanajuato el 11 de noviembre. Pasó por Acámbaro, Maravatío, San Felipe del Obraje (hoy del Progreso), donde terminó con los reductos insurgentes que le salieron al paso. Finalmente, se detuvo en la hacienda de Manzanillos a las puertas de Zitácuaro. Los insurgentes se prepararon para hacer frente al ataque, aunque sabían que eran superados ampliamente en número de tropas y armamento. El 2 de enero de 1812, hacia las once de la mañana, los realistas abrieron fuego, el cual fue respondido con los 36 cañones de la resistencia, que apenas duró media hora antes de comenzar a callar. Los vocales de la Junta huyeron hacia Tlalchapa con todo el personal —unos quinientos hombres— que les fue posible. A las dos de la tarde, la villa había regresado al dominio virreinal.

Calleja dictó un bando, tres días más tarde, en el que ordenaba el traslado de la cabecera del partido a Maravatío para imponer a Zitácuaro un castigo similar a la última pena que se aplicaba a los condenados por el tribunal del Santo Oficio: expropiar la propiedad raíz, como se hacía con los bienes de los sujetos a proceso inquisitorial, y luego pasar por fuego a la villa, pena equiparable a reducir a cenizas a los peores enemigos de la religión, pues “no se encuentra vestigio ni señal alguna de amor al gobierno que les ha dispensado tantos bienes: sino por el contrario de odio y fiereza la más brutal, como lo acreditan las cabezas de varios dignos jefes y oficiales de las tropas del rey, que sacrificaron sus vidas en obsequio de la tranquilidad pública, colocadas en las principales entradas de la misma villa”. El objetivo al imponer semejante castigo, según sus palabras, era escarmentar a “los demás que intenten su desleal conducta, en uso de las facultades que me están concedidas por el Exmo. Sr. Virrey”.

En consecuencia, las tierras y demás bienes de propiedad comunitaria o particular de los indios y pueblos de la jurisdicción de Zitácuaro serían adjudicados a la Real hacienda. Los naturales quedarían a su suerte. Las tierras y bienes de españoles y castas que se hubieran sumado a la insurgencia sufrirían idéntico destino. La Real hacienda vendería después dichos bienes a personas “honradas y de conocida fidelidad, con absoluta prohibición de volver a fundar en adelante pueblo alguno en este lugar ni en ningún otro de los que merezcan ser arrasados; permitiéndose únicamente que se formen ranchos o caseríos rurales”.

Se daría oportunidad, por un plazo de ocho días, a insurrectos arrepentidos de presentarse ante las autoridades virreinales para que fueran sometidos a trabajos forzados. Con esto alcanzarían el perdón pero no la restitución de sus bienes y propiedades. También dispuso que quienes tuvieran en su poder armas o bienes robados durante el gobierno de los insurgentes tendrían tres días para entregarlos. De lo contrario, sufrirían la pena capital.Impuso como gobernador político al conde de Casa-Rul y envió a los eclesiásticos a Valladolid (actual Morelia). Al resto de los habitantes dio un plazo de seis días para abandonar Zitácuaro, no sin antes entregarles una especie de salvoconducto con sus datos de identidad. Quien no lo tuviera o permaneciera en la villa, sería tratado como rebelde y fusilado.

Casi al final del bando, advirtió que toda población que admitiera u ocultara a los vocales de la Junta de Zitácuaro y a sus comisionados, negándose a entregarlos, sería sometida a las mismas penas.

El 12 de enero, el conde de Casa-Rul procedió a pasar por fuego a Zitácuaro y los pueblos de indios circunvecinos. Calleja prosiguió su lucha contra los insurgentes y ahondó sus diferencias con el virrey Venegas, pero en unos meses, con Morelos, encontraría la horma de su zapato.

Última modificación:
  Wednesday, August 21, 2019 12:53:01


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